lunes, 5 de septiembre de 2011

Ahí donde yo exista. (A tí, él último retazo de vida que me queda)

- Tengo miedo.- La muchacha pareció romper el silencio con verdadero esfuerzo. Miedo, como emergiendo de su océano personal casi sin fuerzas para nadar contra la corriente.

Captó de inmediato la atención del muchacho de cabellos oscuros y mirada siempre extraviada, siempre ausente.
- ¿De qué?- Inquirió con voz suave, perdido siempre en un lugar demasiado lejano como para intentar alcanzarlo.
- ¡Todo y nada!- exclamó ella, dejando caer sus cabellos largos y ondeados por sobre su rostro, rehuyendo aquella mirada tan poderosa, porque era de noche, y él era noche, y sus ojos de mar se encendían con el reflejo de la luna en ellos, porque alcanzaban rincones inalcanzables, y traspasaban barreras invisibles. 
Y era imposible escapar.
- El miedo no existe.- Afirmó, restándole toda importancia al asunto, y sus ojos volvieron a extraviarse en un horizonte infinito.
- ¿Existes?- Ella parecía cuestionarse a si misma aquello, intentando razonar de algún modo porqué él no parecía ser real, tan etéreo e impalpable como el viento. Tan distante y lejano como intentar tocar el cielo.
- Supongo. - Murmuró él, bajando la mirada, sus pestañas de negra tinta cubriendo su piel morena y aquellas ojeras violetas siempre presentes, que denotaban su poco interés por el sueño.
 -Entonces tengo miedo.- Parecía decidida, determinada a no abandonar aquella última esperanza, la última ruta posible hacia ése lugar. Su lugar.
-¿De qué? - El alzó una perfilada, oscura, contrastante ceja.
- De ti, que supones que existes. - Respondió ella, con simpleza..
- ¿Por qué? - Se volteó completamente hacia ella, y sus dedos largos se posaron sobre sus sienes, cerrando los ojos. Lejos otra vez.
- Porque quizás yo no exista.- Murmuró la muchacha, incapaz de flotar en su tempestuosa marea personal. 
Él suspiró.
- Existes. - Aseguró, desatando todo el poder de su mirada oscura sobre la muchacha.
- Pero, ¿y tú? - Inquirió ella, en un susurro desesperado.
El negó con la cabeza, parecía tan exasperado como ella.
- No sé, ¿existo? 
- Ajá.Frunció los labios, estoico.
- ¿Y a qué le teme entonces, mademoiselle?
Ella no dudó un segundo.
- A que dejes de existir, tú y tu terquedad absoluta.
 
Silencio.

Sus dedos de poeta, largos y estilizados, dedos de muerto, asieron sus muñecas con fuerza, y la atrajeron hacia sí, desatando todo el poder de la luna, de la noche y de la lejanía de los mundos en los que él a veces se perdía a si mismo, en ella.
- Quiero llevarte allí donde yo exista.

Una silenciosa lágrima se deslizó por la mejilla de la muchacha, y juntos, desaparecieron para siempre en la oscuridad de la noche.


Sinfonía inconsciente de palabras; Abstracciones que excavan el cielo

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